domingo, 30 de septiembre de 2012

Sucedió en Zarzalico

             Zarzalico es una de las pedanías más remotas de Lorca, la ciudad con un término municipal de 100 kilómetros de extensión. Hay que salir del casco urbano, coger la A-7 hasta Puerto Lumbreras y luego tomar la autovía de Granada para llegar hasta allí, tres cuartos de hora después de la salida, o bien llegar hasta La Parroquia bordeando los pies del castillo y luego atravesar las sierras que forman el final de la cola del Sistema Bético. Una zona con muy pocos habitantes, casi todos personas mayores que nacieron allí y se defienden cultivando almendros, algún que otro olivo, exprimiendo el agua que pasa por los cauces subterráneos. También hay algún que otro matrimonio de extranjeros jubilados, en gran medida alemanes que en vez de habitar los típicos bungalows en medio de los oasis de cemento, con la playa al otro lado del centro comercial, prefieren el silencio, las noches estrelladas, el olor de las higueras, el arrullo de los cañaverales y -hasta hace pocos años- la ferocidad de las chumberas, atacadas hoy por el bicho que las reseca y las convierte en estatuas de sal.

            El viernes, a primera hora de la tarde, los pliegues de las sierras se llenaron de agua caída del cielo, arrastrada por las laderas de las montañas e incluso desbordante por los acuíferos que cobraron vida después de años y décadas de silencio polvoriento. H.G. salió de su casa a media mañana, para ir al mercadillo de Puerto Lumbreras. Dejó atrás por última vez el cortijo en la zona de Jarales que su marido A. y ella construyeron casi con sus propias manos diez años atrás. Este matrimonio de alemanes jubilados  -él economista y ella empleada del sector de la construcción, según los vecinos- se vino hasta el fin del mundo para escapar de los recuerdos; del accidente de tráfico que se llevó por delante a su hijo cuando tenía poco más de 6 años de edad. Se llevaban bien con sus vecinos, e incluso compartían cenas y canciones bajo las estrellas de uno de los cielos más limpios de la Región.


            H.G. -éstas son las siglas aportadas por el 112- se fue al mercadillo de Puerto Lumbreras, pero no le dio tiempo de llegar muy lejos. A unos centenares de metros de su casa está la rambla de Zarzalico, que también se conoce como rambla de Las Macetas por el típico bar que está a su vera. La rambla había resucitado después de 17 años, pero la mujer pensó que podía cruzar con su coche. Ahí se pierde su pista.

            El domingo por la mañana, un vecino llamado precisamente Domingo remontó la rambla, embarrada pero ya fuera de peligro, con su todoterreno. En uno de los márgenes identificó un coche enterrado casi hasta el techo, debajo de un almendro resto también del naufragio. Subió hasta el bar y advirtió a los allí presentes. Se dio parte a la Guardia Civil. Los Bomberos desenterraron el coche, mientras se movilizaba a los servicios de rescate. Servicio de Emergencias Municipal de Lorca, Unidad Canina de la Guardia Civil, y un helicóptero que rastreaba la zona. 


            La rambla de Zarzalico está en el límite entre Lorca, Puerto Lumbreras y la provincia de Granada; a poco más de 500 metros de la autovía A-91, que en la zona andaluza se convierte en la A-92. Agua abajo, a unos 10 kilómetros desemboca en la rambla de Béjar, lo que la convierte en cómplice de la masa de agua que la tarde del viernes arrancó de cuajo los cimientos de uno de los viaductos de la autovía A-7. Los vecinos afirman que en la zona de Zarzalico llegaron a caer 200 litros por metro cuadrado; era inevitable recordar la riada que en 1973 segó varias decenas de vida, aunque los más viejos decían que la tromba de la semana pasada había sido más intensa.

            A media tarde del domingo, un joven guardia civil controlaba los restos acordonados de la furgoneta. Su prevención inicial frente a los curiosos le huzo recelar de un hombre bastante mayor, delgado, vestido con ropas de faena, que llevaba una bolsa de plástico en la mano. Pero el hombre se identificó como Miguel R., vecino y amigo de los fallecidos. El miércoles de la semana pasada invitó a una paella en su finca a los alemanes; el viernes de la tragedia fue el marido el que comió con él, ya inquieto por la ausencia de su esposa. Ahora Miguel llevaba en una bolsa de plástico un par de vestidos de la desaparecida, para que los perros policías tuvieran más facilidades a la hora de encontrar a la mujer, a quien todos los presagios dan por fallecida. Así es la vida; un miércoles estás invitando a una amiga a una paella, y el viernes estás llevando una bolsa con ropa para que los perros puedan localizar su cadáver.

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