Historias del Peirao
Cuando Fernando VII y
su camarilla llegaron a la habitación de la infanta, se la encontraron
completamente vestida, bien peinada, con la cama compuesta de manera impecable
y el capitán Ferreira guardando la puerta en posición de firmes. Éste se cuadró
al ver entrar al príncipe de Asturias, que de inmediato le dedicó una de
aquellas miradas socarronas que nunca habían presagiado nada bueno. Pero al
encontrarse con la mirada severa del oficial, los ojos saltones y acuosos de
Fernando VII se movieron con nerviosismo. El capitán no iba a tolerar el menor
comentario burlón acerca de la dama con la que había pasado la noche, así
proviniera de una cabeza coronada. De manera que el flamante Rey acabó
torciendo la cabeza, fingiendo que le interesaba el paisaje de Aranjuez que se
veía por las ventanas de la habitación.
- Arrodíllate ante el
Rey -mandó de repente, tratando de que no le temblase la voz.
El capitán Ferreira se
quedó parado por la sorpresa, y durante unos segundos el tiempo se paralizó en
aquella estancia, hasta que Isabel Carlota resolvió la situación preguntándole
a su hermano, con voz llorosa:
- Fernandito, ¿sois vos
el Rey? Entonces, ¿es que se ha muerto papá?
En aquel momento, entre
el grupo de nobles y oficiales que acompañaban a Fernando VII se escuchó
claramente un soplido, como de alguien que estaba conteniendo las ganas de
reír. El nuevo Rey fingió que no había escuchado ni el comentario ni la risa
contenida, aunque su rostro se puso aún más amarillo de lo habitual. Levantó la
cabeza y volvió a mirar al capitán Ferreira, mordiendo las palabras:
- He dicho que te
arrodilles ante el Rey.
El oficial miró a los
allí presentes. La infanta le hacía con la cabeza señas apremiantes. Entre los
que acompañaban al nuevo monarca, algunos le miraban con expresión satisfecha y
orgullosa, felices por ver caer en desgracia a un oficial al que tanto habían
envidiado. Pero otros apartaban la mirada, avergonzados por haber tomado
partido por aquel canalla al que tanto habían criticado en numerosas ocasiones,
en presencia del propio Ferreira. El capitán dedicó una última mirada a la
infanta, que ahora tenía los ojos llenos de lágrimas, sufriendo por el destino
inminente de su amante. Finalmente, con un suspiro, se arrodilló frente a la
mano fofa y temblorosa de Fernando VII, se la acercó a la cara y pronunció, en
voz alta, para que le oyeran los curiosos que estaban en el pasillo:
- Saludo a mi Rey don
Fernando VII y le deseo un reinado largo y provechoso para todos. Os seré fiel
y os defenderé con mi vida como defendí a Su Majestad don Carlos IV, a quien
Dios ya habrá concedido la Gloria eterna.
- Mi padre no está
muerto, necio.
- Entonces no sois Rey.
El capitán Ferreira se
puso en pie. Era bastante más alto que Fernando VII. Éste retrocedió, presa de
la ira. En aquellos momentos la humillación que acababa de sufrir pudo más que
su cobardía proverbial, de manera que se acercó al oficial y le echó las manos
al cuello. Los dos hombres dieron un par de pasos agarrados de aquella manera,
hasta que el oficial, sin pensárselo dos veces, reaccionó tumbando al otro de
un puñetazo.
Mientras el monarca
rodaba a los pies de la cama, Ferreira dio media vuelta y se arrojó contra los
cristales de la ventana. Cayó al suelo, un piso más abajo, partiéndose el brazo
derecho, y echó a correr por los jardines en medio de una lluvia de balas,
atravesando setos y saltando vallas hasta llegar a la orilla del Tajo, al que
se lanzó de cabeza.
Luis II, rey de Moeche (fragmento)
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