sábado, 24 de noviembre de 2012

Aplausos en la muerte de un mago



            El Gran Patán y el legado de Barnum (fragmento)

         Hice mi primer truco de magia a los seis meses de edad, en una cena de Nochevieja del Circo Universe, que aquella semana estaba de función en un pueblo de La Coruña. El truco consistió en salir de debajo de la bandeja en la que presuntamente estaban los pollos de la cena. Con un par de pases de manos, mi padre, el Mago Martín II, convirtió las aves en un recién nacido gordito y lleno de pelo, envuelto en patatas fritas y guarnición de verduras, ante el regocijo de la plantilla del circo y el enfado de mi madre, Madame Liberté, que me llevó inmediatamente a lavar a un barreño. Los amigos más viejos aún se acuerdan de mi primer mutis, riéndome como un loco y saludando con una manita que aún no había aprendido a abrirse, mientras mi madre me sacaba de la caravana. Ése fue la primera actuación del Mago Martín III.
         Desde entonces han pasado más de treinta años; el Circo Universe ha decaído, como la mayoría de los espectáculos de su tipo, hasta quedar prácticamente reducido a unas cuantas camionetas desvencijadas con media docena de caballos, un elefante y un tigre, que aún nos esforzamos, no sé cómo, en mover por medio mundo, topándonos con la indiferencia de los espectadores, ávidos en cambio de programas de televisión de escasa imaginación y nulo gusto. Pero ésta es la vida del circo, no estoy descubriendo nada nuevo.
Mi padre, el gran Mago Martín II, murió como mueren los artistas de verdad, al pie del cañón, después de acuchillar por enésima vez a mi madre. Después de esquivar durante cincuenta años los mandobles de su esposo, metida en una diminuta caja de madera, una noche de verano Madame Liberté notó un pinchazo en la cara. Cuando salió de la caja, sólo los más cercanos se dieron cuenta de que llevaba un puntazo diminuto en la mejilla, y el rostro arrasado por las lágrimas, porque se había dado cuenta de que a su marido le tenía que haber pasado algo muy gordo para que le hubiera fallado el pulso después de toda una vida practicando. Los dos se estrecharon las manos, unas manos arrugadas, temblorosas y frías por el miedo, mientras saludaban por última vez al público, que no se había dado cuenta de nada.
Tan pronto se metieron entre bastidores, mi padre cayó en brazos de mi madre; llevaba un par de horas con un infarto silente, un ataque al corazón que había conseguido soportar sin decir nada hasta el final de la actuación. Allí mismo uno de sus sobrinos, el payaso Alcachofo, que entre septiembre y junio estudiaba Medicina, le practicó el boca a boca, mientras Fabián, el domador, le hacía el masaje cardíaco en el pecho, golpeándole con la mayor delicadeza con aquellos brazos que podían matar a un hombre, y que efectivamente habían matado a un hombre hacía treinta años, una noche en que unos campesinos entraron a raptar a las bailarinas, mientras el circo estaba de gira por Hungría.
Mientras Martín II se moría, yo hacía mis primeros trucos de magia, sacando palomas de mi sombrero de copa, pensando que alguna de las aves que se escapaba hacia lo más alto de la carpa se estaba llevando al cielo el alma de mi padre...


Para que pudiera despedirme de él, el payaso Alcachofo y mi tío Popoff interrumpieron mi actuación con una de sus bromas, y me fueron echando del escenario a empujones, aullando y carcajeándose, dándome patadas en el culo, mientras el público se partía de risa viendo a los payasos que no dejaban terminar al mago. Allí se quedaron los dos, tirándose pasteles de nata, mientras yo atravesaba a la carrera la parte trasera de la carpa y me dirigía a nuestra caravana.
En un rincón del circo, tres bailarinas lloraban abrazadas, separando la parte inferior del cuerpo para que no se les arrugasen los tutús con los que iban a salir a la pista pocos minutos después. No muy lejos de allí, apoyado en uno de los tirantes de la carpa, Fabián trataba de mantener la entereza, porque sabía que los tigres y los leones eran capaces de oler el desaliento y lanzarse como locos si percibían la debilidad de su domador; desde la calle se escuchaban los lamentos de mi madre, mezclados con la música de los tiovivos y las barracas de la feria. Hasta la sirena amarilla de la ambulancia de la Cruz Roja pasaba desapercibida entre las luces y los fuegos de la fiesta mayor.




No hay comentarios:

Publicar un comentario