El Gran Patán y el legado de Barnum
(fragmento)
Hice mi primer truco de magia a los
seis meses de edad, en una cena de Nochevieja del Circo Universe, que aquella
semana estaba de función en un pueblo de La Coruña. El truco consistió en salir
de debajo de la bandeja en la que presuntamente estaban los pollos de la cena.
Con un par de pases de manos, mi padre, el Mago Martín II, convirtió las aves
en un recién nacido gordito y lleno de pelo, envuelto en patatas fritas y
guarnición de verduras, ante el regocijo de la plantilla del circo y el enfado
de mi madre, Madame Liberté, que me llevó inmediatamente a lavar a un barreño.
Los amigos más viejos aún se acuerdan de mi primer mutis, riéndome como un loco
y saludando con una manita que aún no había aprendido a abrirse, mientras mi
madre me sacaba de la caravana. Ése fue la primera actuación del Mago Martín
III.
Desde entonces han pasado más de
treinta años; el Circo Universe ha decaído, como la mayoría de los espectáculos
de su tipo, hasta quedar prácticamente reducido a unas cuantas camionetas
desvencijadas con media docena de caballos, un elefante y un tigre, que aún nos
esforzamos, no sé cómo, en mover por medio mundo, topándonos con la
indiferencia de los espectadores, ávidos en cambio de programas de televisión
de escasa imaginación y nulo gusto. Pero ésta es la vida del circo, no estoy
descubriendo nada nuevo.
Mi padre, el gran Mago Martín II, murió como mueren los artistas de
verdad, al pie del cañón, después de acuchillar por enésima vez a mi madre.
Después de esquivar durante cincuenta años los mandobles de su esposo, metida
en una diminuta caja de madera, una noche de verano Madame Liberté notó un
pinchazo en la cara. Cuando salió de la caja, sólo los más cercanos se dieron
cuenta de que llevaba un puntazo diminuto en la mejilla, y el rostro arrasado
por las lágrimas, porque se había dado cuenta de que a su marido le tenía que
haber pasado algo muy gordo para que le hubiera fallado el pulso después de
toda una vida practicando. Los dos se estrecharon las manos, unas manos
arrugadas, temblorosas y frías por el miedo, mientras saludaban por última vez
al público, que no se había dado cuenta de nada.
Tan pronto se metieron entre bastidores, mi padre cayó en brazos de mi
madre; llevaba un par de horas con un infarto silente, un ataque al corazón que
había conseguido soportar sin decir nada hasta el final de la actuación. Allí
mismo uno de sus sobrinos, el payaso Alcachofo, que entre septiembre y junio
estudiaba Medicina, le practicó el boca a boca, mientras Fabián, el domador, le
hacía el masaje cardíaco en el pecho, golpeándole con la mayor delicadeza con
aquellos brazos que podían matar a un hombre, y que efectivamente habían matado
a un hombre hacía treinta años, una noche en que unos campesinos entraron a
raptar a las bailarinas, mientras el circo estaba de gira por Hungría.
Mientras Martín II se moría, yo hacía mis primeros trucos de magia,
sacando palomas de mi sombrero de copa, pensando que alguna de las aves que se
escapaba hacia lo más alto de la carpa se estaba llevando al cielo el alma de
mi padre...
Para que pudiera despedirme de él, el
payaso Alcachofo y mi tío Popoff interrumpieron mi actuación con una de sus
bromas, y me fueron echando del escenario a empujones, aullando y
carcajeándose, dándome patadas en el culo, mientras el público se partía de
risa viendo a los payasos que no dejaban terminar al mago. Allí se quedaron los
dos, tirándose pasteles de nata, mientras yo atravesaba a la carrera la parte
trasera de la carpa y me dirigía a nuestra caravana.
En un rincón del circo, tres bailarinas lloraban abrazadas, separando
la parte inferior del cuerpo para que no se les arrugasen los tutús con los que
iban a salir a la pista pocos minutos después. No muy lejos de allí, apoyado en
uno de los tirantes de la carpa, Fabián trataba de mantener la entereza, porque
sabía que los tigres y los leones eran capaces de oler el desaliento y lanzarse
como locos si percibían la debilidad de su domador; desde la calle se
escuchaban los lamentos de mi madre, mezclados con la música de los tiovivos y
las barracas de la feria. Hasta la sirena amarilla de la ambulancia de la Cruz
Roja pasaba desapercibida entre las luces y los fuegos de la fiesta mayor.
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