lunes, 26 de noviembre de 2012

Crónicas de S.Clemente (II): Muerte a los pies del Espolón


            El pasado sábado a mediodía, el castillo de Lorca acogió la Refriega, uno de los actos centrales de los Moros, Cristianos y Judíos de Lorca. La fiesta cuenta este año con varios cambios. El primero, que se han suprimido los arcabuzazos. La delegación del Gobierno ha prohibido la pólvora que acompañaba a la pelea entre moros y cristianos, porque las detonaciones pueden afectar a un recinto que resultó muy dañado por los terremotos. Algo que los tímpanos agradecen, aunque echaremos de menos el aroma de la pólvora y la vistosidad de las armas de fuego de época.
   
            A las doce en punto, a los pies del castillo se congregan cerca de cincuenta personas, hombres, mujeres y niños, elegantemente vestidos de época aunque con los inevitables anacronismos. Uno de los cristianos enciende un cigarrillo. Fumar mata, habrían podido murmurar con ironía los soldados moros o cristianos, de haber conocido el tabaco. Y luego, una última oración y a participar en el hábito, mucho más nocivo, de la guerra. A pocos pasos del templario fumador, una sarracena con bolso de Hello Kitty wasappea: Comienza la Refriega. Pero empiezan los primeros gritos y todos se meten de inmediato en su papel. Los cristianos están eufóricos, y a los musulmanes se nota que no les apetece dejarse avasallar.

            Al fragor del combate se suma el tren turístico, que sube a buena marcha el último tramo de la cuesta, pitando como un loco para que los contendientes le abra paso. Algunos protestamos por lo que nos parece una falta de respeto; otros defienden al maquinista diciendo que si el tren se para, el motor se cala y luego no hay manera de que vuelva a andar. Algo que, desde luego, no le pasaba a don Alfonso con sus caballos.

El tren turístico, como elefante en cacharrería

          En fin; cuando el del tren lo permite, los cristianos y los moros continúan combatiendo por la cuesta que da acceso al control de visitantes, luchando por defender la bandera, hasta que llegan a la explanada delante del Espolón. La torre luce majestuosa, elegante, con sus propias cicatrices de batalla.

            Con lo fácil que ha sido, ¿cómo tardamos ocho siglos en echarlos?, se burla un cristiano. La refriega ha sido corta, poco más de un cuarto de hora, pero desde luego que muy intensa. Los moros y los cristianos han rodado por el suelo en más de una ocasión, congelando de vez en cuando el gesto para ser inmortalizados por los móviles de cara a una posteridad familiar que ya no llega en forma de tapices sino de fondos de escritorio. Sables, espadas, hachas, alfanjes, e incluso tridentes de campesino y recias ramas de pino del Cejo. Ramas de pino que, por cierto, no podrán ser reconvertidas en hogueras, porque este año se ha prohibido hacer fuego de leña en el recinto del castillo. Una prevención contraincendios que dará lugar a la anécdota de la mañana, como contaré más adelante.

            Este año, tras la rendición musulmana, en la Torre del Espolón no se cambian las banderas. No hay Media Luna, ni Cruz de la Cristiandad, algo que yo personalmente echo de menos. Los cristianos ayudan a los moros a levantarse del suelo, hay abrazos, fotos de grupo, y todos los asistentes a la fiesta se desplazan al patio de armas, a los pies de la Torre Alfonsina, para presenciar la culminación de la batalla: la firma del Acta de Capitulación.


           Una hermosa pregonera vestida de terciopelo negro, con zafiros en los ojos y seda dorada en sus cabellos, es la encargada de recitar los versos de rendición de la plaza. Desde la embajada mora recuerdan que ellos también son lorquinos, que se criaron en Tébar y retozaron por las riberas del Guadalentín. Unos y otros se intercambian promesas de reconciliación, con promesa de, en lo sucesivo, dirimir sus asuntos con una partida de senas.

 
       Comparecen el infante Alfonso con su traje nuevo, el alcaide moro Mohammed ben-Alí y el alcalde de la Lorca actual, la de las tres culturas: Francisco Jódar, que sella la reconciliación entre aplausos, con una llave y una espada sobre una torre mora, como dicen los versos antiguos.



           Tras los actos oficiales, los familiares. Interceptamos a Francisco Montiel, el concejal de Turismo, al pie del tren turístico. Un ambiente estupendo, nos resume. Mientras Paco Gómez se lo lleva del brazo para pedirle una entrevista en directo, Montiel recuerda que el año pasado, a pesar de los terremotos, los organizadores lograron reunir a más de 3.500 personas. En las fiestas de San Clemente de 2011, el castillo de Lorca acogió dos galardones símbolos de la bravura y la energía de las huestes españolas del siglo XXI: la Copa de Europa y la Mundial de Fútbol.

            A la una del mediodía, a la sombra de la Torre Alfonsina, el sol de Lorca acompaña pero no ahoga. Las cábilas plantan sus tiendas y moros y cristianos se disponen a disfrutar de la jornada. Cientos de personas pasean por los caminos entre el castillo y el Barrio Judío. Algunos contemplan la mole de la Torre Alfonsina, tan alta que diríase que está colgada sobre las cabezas de todos los presentes. Otros se apoyan en las murallas desde donde se divisa buena parte del inmenso término municipal de Lorca.


           Hacia el Este, las huertas de alcachofas, brócoli o lechugas que no se han ahogado con las lluvias de las últimas semanas. La Hoya, Tercia, Hinojar... con sus acequias herederas directas de los canales árabes. Hacia el Oeste las montañas del Cejo y el camino a la Parroquia. Hacia el Norte las montañas de Zarcilla y Zarzadilla, que dentro de pocos meses quizás estarán nevadas. Y hacia el Sur, Almendricos con su poblado arqueológico que ya era muy viejo en tiempos de don Alfonso, o la sierra de Almenara, con sus aldeas tan lejanas -Morata, Campolópez- donde también nieva pero al menos se ve el mar. Todo esto es Lorca, todo esto es una ciudad, y un pueblo, que tratan de seguir adelante. Pese a la fuerza ciega de la Naturaleza, que nos ha golpeado primero en forma de terremoto, luego de inundación. Pese a la lejanía física y muchas veces psicológica en que se encuentra la Corte, que ya no está en Toledo sino en Murcia, Madrid y Bruselas. Si en otros tiempos hubo que pelearse contra los sarracenos, ahora a los lorquinos -los de pura cepa, los que venimos de otras tierras, los magrebíes, los ecuatorianos, los chinos- nos toca hacerlo contra los tataranietos de los hunos: esas hordas que vuelven a embestir contra nosotros, aprovechando sin duda nuestros propios errores.

            Antes de ponerse a comer, el momento triste de la jornada. En la zona del castillo donde se han plantado las cábilas ha quedado un hueco vacío, un pequeño jardín de césped humedecido quizás por las lágrimas. Hace algunos días, la cábila de los Almohades de Lurqa perdió a la más joven de sus integrantes, un ángel de seis meses de edad llamado Irene Giner. Sus compañeros no han querido participar en los actos más festivos. En el lugar que iba a ocupar la tienda, una espada cristiana y un alfanje moro sostienen un lazo negro. Todos los presentes guardamos un minuto de silencio que rematamos con unos aplausos tristes, solemnes, que ojalá hayan podido reconfortar mínimamente a la familia.

            A continuación se produce la anécdota de la jornada, cuando Ana Belén López, de Lorca Taller del Tiempo, le indica a Luis Antonio Torres del Alcázar, el presidente de la Federación San Clemente, que las cábilas no pueden hacer fuego en el lugar en que lo están haciendo, aunque sea con hornillos de butano. Torres del Alcázar le recuerda que hay un permiso firmado. Ana Belén discrepa. Después de unos minutos, la situación se resuelve de la mejor manera para todos. Es decir, sin dar un escándalo. Afortunadamente ambos bandos están comprometidos con la fiesta y con las tradiciones de la ciudad, de manera que sellan su particular Acta de Reconciliación sin tener que sacar la espada.

Los hornillos de la discordia. Al final, todos amigos
            Y con esto nos despedimos, satisfechos al ver tanta gente con ganas de pasárselo bien, y encantados como siempre con el paisaje que se contempla desde arriba, y con los siglos de Historia que nos contemplan a nosotros entre las almenas... ¿he dicho almenas? del castillo.

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