jueves, 15 de noviembre de 2012

Historias del Peirao, ya en Amazon



              Toda mi vida he pensado en dedicarme a la escritura. A los once años -Felipe González aún no había instalado sus bonsáis en La Moncloa- gané un premio en el concurso literario de Sant Joan d'Alacant: el mítico certamen de la asociación Lloixa, que aún sigue, hoy y siempre, tratando de defender las raíces, la historia y la cultura de mi pueblo. El premio fue un ejemplar de El buscón, que leí de inmediato y me encantó, y otro de El Quijote, con el que me atreví hace pocos años, coincidiendo con el nacimiento o la muerte de Cervantes o de Sancho. Unos años más tarde gané el concurso de mi instituto, el Historiador Chabàs de Denia, en Alicante, y tuve la satisfacción de ver mi pequeño relato publicado en un libro que mi Madre aún conserva, a buen recaudo para que no se lo quite.

Mis primeros diplomas. Y los premios.
              En los años sucesivos fui escribiendo cuentos cortos, alguna novela sin pies ni cabeza -rasgo que sigue acompañando a las que trato de escribir hoy en día- y ganando algún que otro premio en diversos concursos: San Raimundo de Penyafort, de la Universidad de Alicante (dos ediciones); Corvera de Asturias; Ciudad de Arévalo (Ávila); Miguel Artigas (Monreal del Campo, Teruel)...

              No os quiero aburrir con recuerdos que sólo a mí pueden interesar; lo que os quiero decir es que, gracias a Amazon, hoy he podido publicar mi primer libro. Decía no sé quién que España es un país donde todo el mundo escribe pero nadie lee; las editoriales están tan saturadas que muchas de ellas te dicen directamente que no aceptan más manuscritos. Los agentes literarios, que son profesionales cuyo criterio pesa mucho a la hora de que las editoriales se arriesguen con un manuscrito, reciben tantas cartas de escritores noveles pidiéndoles que les representen, que muchos de ellos también han colgado la etiqueta de Cerrado por Indigestión.

              De manera que a los que nos gusta escribir nos quedan tres opciones para dar a conocer nuestra obra literaria: ganar un concurso importante y hacerte conocido de golpe y porrazo; pagarle a una editorial de autoedición para que te publique un centenar de ejemplares y luego irlos vendiendo puerta a puerta; o colgar el libro por Internet en algún servidor de e-books, a un precio más que modesto, y disfrutar sabiendo que habrá algún lector despistado que lo comprará y hará el esfuerzo de leerlo.

              El libro que acabo de publicar en Amazon se llama Historias del Peirao, y no engaña: son varias historias -seis de gran tamaño y dos pequeñas- recopiladas por un tipo que se apoda el Peirao. Un personaje melancólico, que pagó con años de soledad el pecado de enamorarse demasiado de su primera novia, pero que en el pecado tuvo la penitencia porque con el paso del tiempo acabó casado con la hija adolescente de aquella antigua novia.


Historias del Peirao, ya en Amazon-  http://www.amazon.es/dp/B00A7QIB9O

              Como periodista estoy acostumbrado a estar al otro lado de la noticia; así que no quiero enrollarme más. Os dejo, como muestra, un pequeño botón (de ancla), unas páginas que a lo mejor os animan a darle una oportunidad a mi modesto libro de aventuras. 


              La historia de Iñaki Urtubi (2ª parte)

              Acabo de salir de un asunto bastante feo; algo que me ha dejado muy mal sabor de boca. Y por eso me he venido a Galicia, a ver los toros desde la barrera -Iñaki movió el brazo en un gesto que abarcó todo el horizonte salpicado de espuma-. El año pasado, por estas fechas, estaba en Monrovia, la capital de Liberia, esperando encontrar trabajo en algún barco. De día me pateaba el muelle, y por la noche trataba de entretenerme de la mejor manera que podía, iba a los bares... bueno, por llamarlos de alguna manera. Unos tugurios instalados en unos chamizos miserables, hechos con madera podrida y planchas de metal oxidadas, donde se mataba el tiempo bebiendo y cantando. Hasta que una mala noche, en un momento dado, uno de los hombres que estaba acodado a mi lado en el mostrador me desafió a un pulso. Ya sé que os parecerá extraño -añadió, girando el rostro en nuestra dirección-, pero no era más que una manera como otra cualquiera de tener una bronca.
              Por regla general, yo trato de escaparme de ese tipo de exhibi­ciones fanfarronas: pulsos, concursos de a ver quién bebe más, de quién satisface a más... -ahí se detuvo-, que, además, nunca demuestran nada. Pero aquel tipo no paraba de retarme; además, enseguida contó con una pequeña claque de ociosos. La situación se estaba poniendo peligrosa para mí, porque estaba a punto de convertirme en el payaso del bar, un chivo expiatorio para que aquella gente desahogara su rabia acumulada. En cualquier momento me podía venir un golpe o un navajazo al grito de cobarde. Así que acepté el desafío, puse un par de dólares encima de la mesa, me remangué y empezamos a gallear como dos adolescentes. El tipo que me había retado era un hombre de raza blanca, rubio rojizo, con una barba descuidada y de mi misma edad: cincuenta y tantos tacos.
              Allí estábamos aquel sujeto y yo, haciendo alarde de fuerza en aquel antro, sirviendo de distracción a dos docenas de marineros borrachos y a un puñado de fulanas, a una edad en la que tendríamos que estar en casa, criando barriga y enseñando a leer a nuestros nietos.
              Iñaki se calló de pronto y me miró, lamentando que aquella observación me pudiera haber molestado. Sin embargo, yo le sonreí y guié su mirada de forma inconsciente hasta la bonita cara de Inés. Por unos segundos, los dos contemplamos a mi mujer, que nos devolvía una sonrisa tímida, sin saber lo que estaba pasando por nuestras mentes.
              Al cabo, él agachó la cabeza con una sonrisa. Fue una conversación sin palabras entre dos hombres que habíamos escogido una vida semejante, sólo que yo la había dejado a tiempo y ahora podía disfrutar de una mujer y unos hijos.
              En fin; después de varios minutos de retorcernos la muñeca estúpidamente, me di por vencido y dejé que el otro me aplastase el brazo contra el mostrador, fingiendo un dolor y una frustración que no sentía. Los parroquianos empezaron a aplaudir a mi adversario y a palmearle la espalda. A mí aquello no me preocupaba en absoluto: lo único que quería era salir de allí con la piel intacta y volver a la pensión. Sin embargo mi rival puso el grito en el cielo. Empezó a decir que era un tramposo, que me había dejado ganar. Tiró un taburete al suelo de una coz, dio un puñetazo sobre el mostrador y me gritó: Hijo de puta, ¿quién te has creído que eres? En fin, que, como dice el capitán Alatriste... ahí no había más que batirse -Iñaki esbozó una sonrisa mientras dejaba escapar el humo del cigarrillo-. Le paré el primer puñetazo interponiendo un taburete entre él y yo; después le estampé un vaso contra la sien izquierda. Retrocedió, agachó la cabeza como los miuras y trató de encajarla en mi estómago para hacerme caer al suelo, mientras sus puños buscaban directamente mis riñones. Descargué sobre su nuca un golpe de kárate, o lo que pretendía ser un golpe de kárate...
              - Lo mataste -suspiró Inés.
              Si lo hubiera matado no habría podido enrolarme en su barco a la mañana siguiente -rió Iñaki, mientras mi mujer se hacía cruces-. La trifulca terminó con todos los parroquianos riéndose en nuestra cara, diciendo que todos los blancos éramos unos payasos (él y yo éramos los únicos que no teníamos la piel negra como un mal pensamiento). Nos separaron entre cuatro o cinco; una chiquilla que no tendría más de trece años abrió la puerta del tugurio riéndose como una loca, y luego nos echaron al arroyo, a mí delante y al otro detrás, y se quedaron dentro cantando, dando palmas y burlándose de nuestra estupidez.
              - Voy a entrar -dijo mi contrincante, mientras intentaba ponerse en pie. Tenía la mente embotada por la adrenalina y el alcohol, de manera que dio un resbalón y rodó en el barro como un cochino.
              Empecé a decirle que no fuera idiota, que ahí dentro eran cincuenta contra uno y que le iban a ensartar contra la pared como un pollo en un espetón. Entonces se volvió hacia mí y se puso de rodillas, temiendo que me fuera a abalanzar sobre él. Era tan rubio que casi parecía albino, y tenía la cara congestionada por el esfuerzo. Estaba a punto de salir el sol, pero el ambiente de aquella madrugada era húmedo y caluroso; daos cuenta de que estábamos por debajo del Trópico de Cáncer. Se apartó el flequillo de la cara, manchándose de barro sin darse cuenta, y entonces me sobresalté al ver que tenía la cara llena de sangre, y un agujero oscuro e irregular en la cuenca del ojo izquierdo.
              - El ojo lo perdí en un experimento científico -me explicó, en tono burlón-. Lo que estos hijos de puta me han saltado es la prótesis de cristal.
              Habló en inglés, arrastrando las vocales y forzando un poco las erres y las kas. Después supe que era un afrikáner, descendiente de los holandeses que vinieron a Sudáfrica hace no sé cuántos siglos. Se puso en pie; yo le imité después de unos instantes de pelea contra el fango líquido y pestilente. Tenía la misma estatura que yo, aunque él era bastante más delgado. Me miró de arriba abajo y frunció el ceño -del ojo que le quedaba- mirándome con desdén.
              - Siento haberme dejado ganar -me excusé, sin saber por qué lo hacía-. Estaba hasta las narices de usted y de ese tugurio. Lo único que quiero es darme una ducha y meterme en la cama.
              - ¿Tiene barco?
              Me había dado media vuelta y había empezado a andar por el medio de la calle, tratando de esquivar los charcos de basura. Al oírle me detuve. Giré la cabeza. El hombre se estaba limpiando la cara con un pañuelo blanco, impecable. Avanzó hacia mí; miré el pañuelo con atención, por si llevaba alguna navaja escondida. Al darse cuenta de mis recelos volvió a dirigirme aquella mirada suya de suficiencia y tiró al arroyo el pañuelo hecho una bola.
              - Le pregunto si tiene un barco al que volver.
              - Estoy en una pensión.
              Encendió un cigarrillo; una exquisitez delgada, fina y con cierto aroma a lavanda. Hizo un ademán en mi dirección, pero negué, esta vez con una sonrisa, y encendí uno de mis propios cigarros. Nos presentamos.
              - Doctor Johannes Terreblanche, catedrático de Historia y Etnografía Africana en la Universidad de Turingia. A su servicio.
              - Juan Pablo II, allá arriba en El Vaticano.
              El hombre me miró con su único ojo. Asintió un par de veces.
              - Okey, okey. Le comprendo. Este puerto de mala muerte, esas casas de lata... -miró a su alrededor. El cielo empezaba a clarear por el Este, donde los arrabales de Monrovia se desbordaban y trataban de trepar por la ladera de una montaña como una ola de basura y hojalata-. Pero yo soy profesor de verdad, soy doktor.
              - Y está aquí de viaje de fin de carrera -le miré. Al final le estreché la mano. Demasiado surrealista como para no ser verdad-. Me llamo Iñaki Urtubi y soy español. Vasco, de Lequeitio.
              - Ah, vascongados. Buenos marinos.
              - Y usted es alemán -dudé. El hombre movió la cabeza enérgicamente.
              - ¡No, no! Yo soy sudafricano. Afrikáner, de ascendencia holandesa. La Haya y Utrecht. Mi familia se asentó en Ciudad del Cabo en 1690.
              - Mi padre era gallego -añadí estúpidamente. Sentía la cabeza embotada por el alcohol y la pelea que aquel hombre y yo habíamos mantenido en el garito del que nos habían echado. Como si mis pensamientos los hubieran invocado, en ese momento buena parte de la clientela salió en tropel del local, pasando a nuestro alrededor sin dar muestras de habernos reconocido. Una prostituta medio desnuda cayó de bruces en el cieno de la calle y allí se quedó, riendo estúpidamente, mientras sus compañeras saltaban por encima, bien sujetas del brazo de los hombres.
              - He venido en un barco que sale con la marea -comentó Terreblanche, mirando la escena con desagrado-. ¿Es usted marinero, cocinero? ¿Qué función desempeña a bordo?
              - La verdad es que soy capitán -admití-, pero no se me caen los anillos.
              - ¿Perdón?
              - Que haría lo que fuera por salir de aquí -resolví.
            (...)
Historias del Peirao

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