Toda mi vida he pensado en dedicarme
a la escritura. A los once años -Felipe González aún no había instalado sus
bonsáis en La Moncloa- gané un premio en el concurso literario de Sant Joan
d'Alacant: el mítico certamen de la asociación Lloixa, que aún sigue, hoy y
siempre, tratando de defender las raíces, la historia y la cultura de mi
pueblo. El premio fue un ejemplar de El
buscón, que leí de inmediato y me encantó, y otro de El Quijote, con el que me atreví hace pocos años, coincidiendo con
el nacimiento o la muerte de Cervantes o de Sancho. Unos años más tarde gané el
concurso de mi instituto, el Historiador
Chabàs de Denia, en Alicante, y tuve la satisfacción de ver mi pequeño
relato publicado en un libro que mi Madre aún conserva, a buen recaudo para que
no se lo quite.
Mis primeros diplomas. Y los premios. |
En los años sucesivos fui
escribiendo cuentos cortos, alguna novela sin pies ni cabeza -rasgo que sigue
acompañando a las que trato de escribir hoy en día- y ganando algún que otro premio
en diversos concursos: San Raimundo de Penyafort, de la Universidad de Alicante
(dos ediciones); Corvera de Asturias; Ciudad de Arévalo (Ávila); Miguel Artigas
(Monreal del Campo, Teruel)...
No os quiero aburrir con recuerdos
que sólo a mí pueden interesar; lo que os quiero decir es que, gracias a
Amazon, hoy he podido publicar mi primer libro. Decía no sé quién que España es un país donde todo el mundo
escribe pero nadie lee; las editoriales están tan saturadas que muchas de
ellas te dicen directamente que no aceptan más manuscritos. Los agentes
literarios, que son profesionales cuyo criterio pesa mucho a la hora de que las
editoriales se arriesguen con un manuscrito, reciben tantas cartas de
escritores noveles pidiéndoles que les representen, que muchos de ellos también
han colgado la etiqueta de Cerrado por
Indigestión.
De manera que a los que nos gusta
escribir nos quedan tres opciones para dar a conocer nuestra obra literaria:
ganar un concurso importante y hacerte conocido de golpe y porrazo; pagarle a
una editorial de autoedición para que te publique un centenar de ejemplares y
luego irlos vendiendo puerta a puerta; o colgar el libro por Internet en algún servidor
de e-books, a un precio más que modesto, y disfrutar sabiendo que habrá algún
lector despistado que lo comprará y hará el esfuerzo de leerlo.
El libro que acabo de publicar en
Amazon se llama Historias del Peirao,
y no engaña: son varias historias -seis de gran tamaño y dos pequeñas- recopiladas
por un tipo que se apoda el Peirao. Un personaje melancólico, que pagó con años
de soledad el pecado de enamorarse demasiado de su primera novia, pero que en
el pecado tuvo la penitencia porque con el paso del tiempo acabó casado con la
hija adolescente de aquella antigua novia.
Historias del Peirao, ya en Amazon- http://www.amazon.es/dp/B00A7QIB9O
Como periodista estoy acostumbrado
a estar al otro lado de la noticia; así que no quiero enrollarme más. Os dejo,
como muestra, un pequeño botón (de ancla), unas páginas que a lo mejor os
animan a darle una oportunidad a mi modesto libro de aventuras.
La
historia de Iñaki Urtubi (2ª parte)
Acabo de salir de un asunto bastante feo; algo que me
ha dejado muy mal sabor de boca. Y por eso me he venido a Galicia, a ver los
toros desde la barrera -Iñaki movió el
brazo en un gesto que abarcó todo el horizonte salpicado de espuma-. El año
pasado, por estas fechas, estaba en Monrovia, la capital de Liberia, esperando
encontrar trabajo en algún barco. De día me pateaba el muelle, y por la noche
trataba de entretenerme de la mejor manera que podía, iba a los bares... bueno,
por llamarlos de alguna manera. Unos tugurios instalados en unos chamizos
miserables, hechos con madera podrida y planchas de metal oxidadas, donde se
mataba el tiempo bebiendo y cantando. Hasta que una mala noche, en un momento
dado, uno de los hombres que estaba acodado a mi lado en el mostrador me
desafió a un pulso. Ya sé que os parecerá extraño -añadió, girando el rostro en nuestra dirección-, pero no era más
que una manera como otra cualquiera de tener una bronca.
Por regla general, yo trato de escaparme de ese tipo de
exhibiciones fanfarronas: pulsos, concursos de a ver quién bebe más, de quién
satisface a más... -ahí se detuvo-,
que, además, nunca demuestran nada. Pero aquel tipo no paraba de retarme;
además, enseguida contó con una pequeña claque de ociosos. La situación se
estaba poniendo peligrosa para mí, porque estaba a punto de convertirme en el
payaso del bar, un chivo expiatorio para que aquella gente desahogara su rabia
acumulada. En cualquier momento me podía venir un golpe o un navajazo al grito
de cobarde. Así que acepté el
desafío, puse un par de dólares encima de la mesa, me remangué y empezamos a
gallear como dos adolescentes. El tipo que me había retado era un hombre de
raza blanca, rubio rojizo, con una barba descuidada y de mi misma edad:
cincuenta y tantos tacos.
Allí estábamos aquel sujeto y yo, haciendo alarde de
fuerza en aquel antro, sirviendo de distracción a dos docenas de marineros
borrachos y a un puñado de fulanas, a una edad en la que tendríamos que estar
en casa, criando barriga y enseñando a leer a nuestros nietos.
Iñaki se calló de
pronto y me miró, lamentando que aquella observación me pudiera haber
molestado. Sin embargo, yo le sonreí y guié su mirada de forma inconsciente
hasta la bonita cara de Inés. Por unos segundos, los dos contemplamos a mi
mujer, que nos devolvía una sonrisa tímida, sin saber lo que estaba pasando por
nuestras mentes.
Al cabo, él agachó la cabeza con
una sonrisa. Fue una conversación sin palabras entre dos hombres que habíamos
escogido una vida semejante, sólo que yo la había dejado a tiempo y ahora podía
disfrutar de una mujer y unos hijos.
En fin; después de varios minutos de retorcernos la
muñeca estúpidamente, me di por vencido y dejé que el otro me aplastase el
brazo contra el mostrador, fingiendo un dolor y una frustración que no sentía.
Los parroquianos empezaron a aplaudir a mi adversario y a palmearle la espalda.
A mí aquello no me preocupaba en absoluto: lo único que quería era salir de
allí con la piel intacta y volver a la pensión. Sin embargo mi rival puso el
grito en el cielo. Empezó a decir que era un tramposo, que me había dejado
ganar. Tiró un taburete al suelo de una coz, dio un puñetazo sobre el mostrador
y me gritó: Hijo de puta, ¿quién te has
creído que eres? En fin, que, como dice el capitán Alatriste... ahí no
había más que batirse -Iñaki esbozó una
sonrisa mientras dejaba escapar el humo del cigarrillo-. Le paré el primer
puñetazo interponiendo un taburete entre él y yo; después le estampé un vaso
contra la sien izquierda. Retrocedió, agachó la cabeza como los miuras y trató
de encajarla en mi estómago para hacerme caer al suelo, mientras sus puños
buscaban directamente mis riñones. Descargué sobre su nuca un golpe de kárate,
o lo que pretendía ser un golpe de kárate...
- Lo mataste -suspiró Inés.
Si lo hubiera matado no habría podido enrolarme en su
barco a la mañana siguiente -rió Iñaki,
mientras mi mujer se hacía cruces-. La trifulca terminó con todos los
parroquianos riéndose en nuestra cara, diciendo que todos los blancos éramos
unos payasos (él y yo éramos los únicos que no teníamos la piel negra como un
mal pensamiento). Nos separaron entre cuatro o cinco; una chiquilla que no
tendría más de trece años abrió la puerta del tugurio riéndose como una loca, y
luego nos echaron al arroyo, a mí delante y al otro detrás, y se quedaron
dentro cantando, dando palmas y burlándose de nuestra estupidez.
- Voy a entrar -dijo mi contrincante, mientras
intentaba ponerse en pie. Tenía la mente embotada por la adrenalina y el
alcohol, de manera que dio un resbalón y rodó en el barro como un cochino.
Empecé a decirle que no fuera idiota, que ahí dentro
eran cincuenta contra uno y que le iban a ensartar contra la pared como un
pollo en un espetón. Entonces se volvió hacia mí y se puso de rodillas,
temiendo que me fuera a abalanzar sobre él. Era tan rubio que casi parecía
albino, y tenía la cara congestionada por el esfuerzo. Estaba a punto de salir
el sol, pero el ambiente de aquella madrugada era húmedo y caluroso; daos cuenta
de que estábamos por debajo del Trópico de Cáncer. Se apartó el flequillo de la
cara, manchándose de barro sin darse cuenta, y entonces me sobresalté al ver
que tenía la cara llena de sangre, y un agujero oscuro e irregular en la cuenca
del ojo izquierdo.
- El ojo lo perdí en un experimento científico -me
explicó, en tono burlón-. Lo que estos hijos de puta me han saltado es la
prótesis de cristal.
Habló en inglés, arrastrando las vocales y forzando un
poco las erres y las kas. Después supe que era un afrikáner, descendiente de
los holandeses que vinieron a Sudáfrica hace no sé cuántos siglos. Se puso en
pie; yo le imité después de unos instantes de pelea contra el fango líquido y
pestilente. Tenía la misma estatura que yo, aunque él era bastante más delgado.
Me miró de arriba abajo y frunció el ceño -del ojo que le quedaba- mirándome
con desdén.
- Siento haberme dejado ganar -me excusé, sin saber por
qué lo hacía-. Estaba hasta las narices de usted y de ese tugurio. Lo único que
quiero es darme una ducha y meterme en la cama.
- ¿Tiene barco?
Me había dado media vuelta y había empezado a andar por
el medio de la calle, tratando de esquivar los charcos de basura. Al oírle me
detuve. Giré la cabeza. El hombre se estaba limpiando la cara con un pañuelo blanco,
impecable. Avanzó hacia mí; miré el pañuelo con atención, por si llevaba alguna
navaja escondida. Al darse cuenta de mis recelos volvió a dirigirme aquella
mirada suya de suficiencia y tiró al arroyo el pañuelo hecho una bola.
- Le pregunto si tiene un barco al que volver.
- Estoy en una pensión.
Encendió un cigarrillo; una exquisitez delgada, fina y
con cierto aroma a lavanda. Hizo un ademán en mi dirección, pero negué, esta
vez con una sonrisa, y encendí uno de mis propios cigarros. Nos presentamos.
- Doctor Johannes Terreblanche, catedrático de Historia
y Etnografía Africana en la Universidad de Turingia. A su servicio.
- Juan Pablo II, allá arriba en El Vaticano.
El hombre me miró con su único ojo. Asintió un par de
veces.
- Okey, okey. Le comprendo. Este puerto de mala muerte,
esas casas de lata... -miró a su alrededor. El cielo empezaba a clarear por el
Este, donde los arrabales de Monrovia se desbordaban y trataban de trepar por
la ladera de una montaña como una ola de basura y hojalata-. Pero yo soy
profesor de verdad, soy doktor.
- Y está aquí de viaje de fin de carrera -le miré. Al
final le estreché la mano. Demasiado surrealista como para no ser verdad-. Me
llamo Iñaki Urtubi y soy español. Vasco, de Lequeitio.
- Ah, vascongados. Buenos marinos.
- Y usted es alemán -dudé. El hombre movió la cabeza
enérgicamente.
- ¡No, no! Yo soy sudafricano. Afrikáner, de
ascendencia holandesa. La Haya y Utrecht. Mi familia se asentó en Ciudad del
Cabo en 1690.
- Mi padre era gallego -añadí estúpidamente. Sentía la
cabeza embotada por el alcohol y la pelea que aquel hombre y yo habíamos
mantenido en el garito del que nos habían echado. Como si mis pensamientos los
hubieran invocado, en ese momento buena parte de la clientela salió en tropel
del local, pasando a nuestro alrededor sin dar muestras de habernos reconocido.
Una prostituta medio desnuda cayó de bruces en el cieno de la calle y allí se
quedó, riendo estúpidamente, mientras sus compañeras saltaban por encima, bien
sujetas del brazo de los hombres.
- He venido en un barco que sale con la marea -comentó
Terreblanche, mirando la escena con desagrado-. ¿Es usted marinero, cocinero?
¿Qué función desempeña a bordo?
- La verdad es que soy capitán -admití-, pero no se me
caen los anillos.
- ¿Perdón?
- Que haría lo que fuera por salir de aquí -resolví.
(...)
Historias
del Peirao
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