lunes, 19 de noviembre de 2012

Whisky con hielo en Bissau



              La historia de Iñaki Urtubi (fragmento)

              Llevábamos menos de veinticuatro horas en Bissau, la capital de la antigua Guinea Portuguesa. Una ciudad populosa y estrecha como un zoco. El río, que desembocaba manso en el océano, transmitía una humedad pegajosa que hacía el ambiente más pesado. A sus orillas se amontonaba el medio millón de personas que convertía la capital de aquel país diminuto en una de las poblaciones más activas de toda aquella parte de África. Negros cubiertos por un taparrabos que llevaban sobre sus espaldas las cajas y bultos más heterogéneos, en dirección a los muelles; marroquíes sentados encima de un cojín a las puertas de sus negocios estrechos y atiborrados de productos; patrullas de soldados que parecían inmunes al calor de las botas, las chaquetas y los correajes de cuero; alguna mujer tapada por un burka de la cabeza a los pies; golfillos que trepaban a los árboles de las calles para recoger los frutos maduros que se comían allá arriba, entre risas; perros esqueléticos que cruzaban las calles ajenos a los peligros del tráfico porque en el fondo se habían cansado de malvivir; taxis mercedes, algunos limpios y encerados como recién salidos de la cadena de montaje, otros con las piezas sujetas por alambres y esparadrapo. Motos, bicis, triciclos, motocarros, entrando y saliendo por todas las travesías, subiéndose a las aceras de vez en cuando, ignorando a los semáforos y esquivando burlones a los guardias de tráfico. Dos monjas de mediana edad cruzando la avenida a la carrera para no ser atropelladas, revelando unos pies descalzos y muy sucios por debajo de un doble hábito. Una maraña de cables caída de un poste de madera, con cuatro conos de plástico naranja para que nadie se electrocutase al pisarlos, y delante varios niños jugando al fútbol usando un fardo de ropa como pelota y dos de los conos como portería. Un adolescente con una gorra de los Lakers y una camiseta blanca de Cristiano Ronaldo, saliendo de un bar contoneándose sobre unos zuecos de madera de palmera. El taxi que nos llevó del puerto al hotel era un mercedes negro, larguísimo, con la parrilla y el parachoques sujetos por un palmeral entero de mimbre y un solo faro. Al verlo llegar con aquel ominoso agujero en la parte frontal, Terreblanche se tapó su ojo vaciado y se echó a reír, con buen humor.
              Estábamos sentados en la galería acristalada de uno de los hoteles más aceptables de la ciudad, disfrutando bajo el chorro del único aparato de aire acondicionado existente en muchos kilómetros a la redonda. El local estaba en lo alto de una pequeña colina, y las habitaciones daban a las cordilleras oscuras y remotas que marcaban el comienzo del África real, el que los conquistadores portugueses tardaron mucho tiempo en dominar. Terreblanche había reservado dos habitaciones individuales, y a pesar de mis protestas se había empeñado en correr con todos los gastos. Me había dado dos días para que reflexionara sobre su oferta, pero sólo había necesitado una noche para darle vueltas a los pequeños detalles.
              La tarde anterior, después de la siesta, Terreblanche y yo habíamos tomado posesión de una de las mesas más apartadas de la galería. Habíamos cambiado el inglés por el castellano -lengua que él hablaba a la perfección- pensando que así a los demás ocupantes del hotel les sería más difícil entender nuestra conversación-. Además de nosotros, la galería acristalada había congregado a varias parejas de europeos con aspecto aburrido, dispuestos a pasar la tarde en posición semitumbada, dejándose acariciar por el aire acondicionado, mirando al infinito y dándole de vez en cuando pequeños sorbos a sus copas de licor. Terreblanche había pedido una botella de whisky, dos copas, una cuchara y un punzón, mientras dejaba sobre la mesa -redonda y de mimbre como el resto del mobiliario- una bolsa de plástico con una forma cilíndrica en su interior.
              - Es agua embotellada; esta mañana le he dado una propina a uno de los mozos para que la metiera en el congelador de la cocina. Ahora la picaremos y tendremos hielo de toda confianza, sin bacterias.
              Asentí, ligeramente admirado por la ocurrencia. Uno de los principales peligros para la salud, en las zonas que no tienen buenas instalaciones sanitarias, es la calidad del agua. Muchos turistas jamás beberían agua del grifo, pero luego piden un refresco y lo mezclan con hielo proveniente de esa misma agua. Gracias al doktor íbamos a poder disfrutar de un whisky en condiciones. Terreblanche desenvolvió el fardo, lo puso encima de la bandeja en la que nos habían traído las bebidas y picó el hielo con firmeza, desmintiendo la apariencia blandengue de sus dedos rosados. Después echó una cucharada de hielo en cada copa, sirvió el whisky y remató la maniobra sacando dos puros del bolsillo de su camisa.
              - Mi querido capitán -me dijo, mientras chupaba rápidamente el puro para que prendiese bien la brasa-; ahora le voy a hablar de nuestro negocio.
              Terreblanche habló durante horas. Más allá de los cristales de la galería, sobrevolando los suburbios de Bissau, las tierras de cultivo, la curva del río, las montañas iban cambiando de color. Primero anaranjado, luego color café, hasta que de repente se mezclaron con el cielo azul oscuro. En medio de aquellos montes, a doscientos kilómetros de la civilización, seguía habiendo tribus que vivían como en la Edad del Bronce. Poblaciones sin colonizar de las que esporádicamente se desgajaba algún hombre joven que ya no regresaba jamás a las montañas...

Antonio Marcelo Beltrán, Historias del Peirao

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