La historia de Iñaki Urtubi
(fragmento)
Llevábamos menos de veinticuatro horas en Bissau, la
capital de la antigua Guinea Portuguesa. Una ciudad populosa y estrecha como un
zoco. El río, que desembocaba manso en el océano, transmitía una humedad
pegajosa que hacía el ambiente más pesado. A sus orillas se amontonaba el medio
millón de personas que convertía la capital de aquel país diminuto en una de
las poblaciones más activas de toda aquella parte de África. Negros cubiertos
por un taparrabos que llevaban sobre sus espaldas las cajas y bultos más
heterogéneos, en dirección a los muelles; marroquíes sentados encima de un
cojín a las puertas de sus negocios estrechos y atiborrados de productos;
patrullas de soldados que parecían inmunes al calor de las botas, las chaquetas
y los correajes de cuero; alguna mujer tapada por un burka de la cabeza a los
pies; golfillos que trepaban a los árboles de las calles para recoger los
frutos maduros que se comían allá arriba, entre risas; perros esqueléticos que
cruzaban las calles ajenos a los peligros del tráfico porque en el fondo se
habían cansado de malvivir; taxis mercedes, algunos limpios y encerados como
recién salidos de la cadena de montaje, otros con las piezas sujetas por
alambres y esparadrapo. Motos, bicis, triciclos, motocarros, entrando y
saliendo por todas las travesías, subiéndose a las aceras de vez en cuando,
ignorando a los semáforos y esquivando burlones a los guardias de tráfico. Dos
monjas de mediana edad cruzando la avenida a la carrera para no ser
atropelladas, revelando unos pies descalzos y muy sucios por debajo de un doble
hábito. Una maraña de cables caída de un poste de madera, con cuatro conos de
plástico naranja para que nadie se electrocutase al pisarlos, y delante varios
niños jugando al fútbol usando un fardo de ropa como pelota y dos de los conos
como portería. Un adolescente con una gorra de los Lakers y una camiseta blanca
de Cristiano Ronaldo, saliendo de un bar contoneándose sobre unos zuecos de
madera de palmera. El taxi que nos llevó del puerto al hotel era un mercedes
negro, larguísimo, con la parrilla y el parachoques sujetos por un palmeral
entero de mimbre y un solo faro. Al verlo llegar con aquel ominoso agujero en
la parte frontal, Terreblanche se tapó su ojo vaciado y se echó a reír, con
buen humor.
Estábamos sentados en la galería acristalada de uno de
los hoteles más aceptables de la ciudad, disfrutando bajo el chorro del único
aparato de aire acondicionado existente en muchos kilómetros a la redonda. El
local estaba en lo alto de una pequeña colina, y las habitaciones daban a las
cordilleras oscuras y remotas que marcaban el comienzo del África real, el que
los conquistadores portugueses tardaron mucho tiempo en dominar. Terreblanche
había reservado dos habitaciones individuales, y a pesar de mis protestas se
había empeñado en correr con todos los gastos. Me había dado dos días para que
reflexionara sobre su oferta, pero sólo había necesitado una noche para darle
vueltas a los pequeños detalles.
La tarde anterior, después de la siesta, Terreblanche y
yo habíamos tomado posesión de una de las mesas más apartadas de la galería.
Habíamos cambiado el inglés por el castellano -lengua que él hablaba a la
perfección- pensando que así a los demás ocupantes del hotel les sería más
difícil entender nuestra conversación-. Además de nosotros, la galería
acristalada había congregado a varias parejas de europeos con aspecto aburrido,
dispuestos a pasar la tarde en posición semitumbada, dejándose acariciar por el
aire acondicionado, mirando al infinito y dándole de vez en cuando pequeños
sorbos a sus copas de licor. Terreblanche había pedido una botella de whisky,
dos copas, una cuchara y un punzón, mientras dejaba sobre la mesa -redonda y de
mimbre como el resto del mobiliario- una bolsa de plástico con una forma
cilíndrica en su interior.
- Es agua embotellada; esta mañana le he dado una
propina a uno de los mozos para que la metiera en el congelador de la cocina.
Ahora la picaremos y tendremos hielo de toda confianza, sin bacterias.
Asentí, ligeramente admirado por la ocurrencia. Uno de
los principales peligros para la salud, en las zonas que no tienen buenas
instalaciones sanitarias, es la calidad del agua. Muchos turistas jamás
beberían agua del grifo, pero luego piden un refresco y lo mezclan con hielo
proveniente de esa misma agua. Gracias al doktor
íbamos a poder disfrutar de un whisky en condiciones. Terreblanche desenvolvió
el fardo, lo puso encima de la bandeja en la que nos habían traído las bebidas
y picó el hielo con firmeza, desmintiendo la apariencia blandengue de sus dedos
rosados. Después echó una cucharada de hielo en cada copa, sirvió el whisky y
remató la maniobra sacando dos puros del bolsillo de su camisa.
- Mi querido capitán -me dijo, mientras chupaba
rápidamente el puro para que prendiese bien la brasa-; ahora le voy a hablar de
nuestro negocio.
Terreblanche habló durante horas. Más allá de los
cristales de la galería, sobrevolando los suburbios de Bissau, las tierras de
cultivo, la curva del río, las montañas iban cambiando de color. Primero
anaranjado, luego color café, hasta que de repente se mezclaron con el cielo
azul oscuro. En medio de aquellos montes, a doscientos kilómetros de la
civilización, seguía habiendo tribus que vivían como en la Edad del Bronce.
Poblaciones sin colonizar de las que esporádicamente se desgajaba algún hombre
joven que ya no regresaba jamás a las montañas...
Antonio Marcelo
Beltrán, Historias del Peirao
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