miércoles, 21 de noviembre de 2012

Una autopsia peculiar

             El Vendado (fragmento)




         A pesar del tiempo transcurrido, no se me ha olvidado ni un solo detalle de aquella autopsia. Realmente, era una maravilla ver la práctica médica del doctor Ferraz, la habilidad con la que iba desmontando una por una las piezas del cuerpo humano. Durante unos segundos todos los alumnos guardamos un respetuoso silencio, mientras el bisturí iba liberando los pulmones sin rozar el hueso. Hasta que apartó todos los órganos y dejó a la vista el esternón...
         Llegados a este punto debo explicar, para atajar los comentarios críticos de mis colegas, que a la hora de hacer autopsias el doctor Ferraz recurría a un procedimiento completamente opuesto a los usos de nuestra profesión. En vez de cortar las costillas para dejar accesible el interior del tórax, él iba retirando desde dentro los músculos, las vísceras y las partes blandas, dejando intactos el esternón y las costillas. Era como si estuviera vaciando un molde. Para ser sinceros, he de añadir de inmediato que, en la mayoría de sus clases, el profesor respetaba el procedimiento habitual, quebrando los huesos sin miramientos a fin de enseñarnos a los futuros médicos la manera correcta en que se disecciona un cadáver. Pero de vez en cuando se permitía una dosis de heterodoxia, como si algunos esqueletos le mereciesen un interés especial...
         - Vamos a analizar con detalle los engranajes de esta prodigiosa máquina -comentó, acariciando suavemente aquel esternón que había quedado al descubierto, separando las partes del cuerpo a medida que las iba nombrando-. Aquí tenemos una prodigiosa caja de huesos, que guarda a buen recaudo los pulmones, el corazón, todas esas vísceras sin duda tan útiles. Pero esas vísceras están protegidas por... ¿qué es esto, caballeros?
         - La pleura -se escucharon dos o tres voces.
         - La pleura protege los pulmones del roce con los huesos, mientras que esta membrana tan resistente de aquí abajo...
         - El diafragma -respondí.
         - El diafragma separa la cavidad torácica de la abdominal. Ahora arrojaremos sin reparo toda esta bazofia blanda, que en la próxima clase ustedes mismos limpiarán y tocarán con sus propias manos, y les enseñaré la parte más gloriosa del cuerpo humano, que a mi juicio, y al de muchos doctores eminentes que me han precedido, es, por supuesto, el esqueleto.
         - Yo pensaba que era el alma -le dije, sin poderme contener.
         El doctor Ferraz dejó por un momento la disección, se irguió y nos fue mirando uno por uno. Intuí a mis espaldas las miradas retadoras de muchos de mis compañeros, dispuestos a acudir sin dilación ante el mismísmo Rector si aquel hombre se atrevía a blasfemar. Por fin sus ojos bizcos, deformados por el grosor de aquellas lentes que acentuaban su fealdad, se clavaron en mí. Aguanté su mirada, asqueado por el hálito podrido que emanaban sus vendas sucias. Sus labios de color morado se separaron, dejando ver sus dientes de oro. Finalmente profirió una sonrisilla peculiar, burlona y gutu­ral, que parecía masticada por sus quijadas metáli­cas.
         - En ninguna de mis autopsias me he encontrado con el alma -se detuvo; la tensión en aquella habitación aumentó hasta extremos intolerables. Hasta que al final confesó lo que todos estábamos esperando-: aunque el alma humana existe, no me cabe ninguna duda.
         A mis espaldas se escuchó perfectamente el suspiro de alivio de mis compañeros. Yo mismo me relajé mientras él seguía hablando:
         - Pero no hemos venido aquí para hablar de Religión, ni para cuestionar las verdades que dice la Iglesia, sino para que ustedes puedan aprender el funcionamiento de esta prodigiosa máquina... Porque si al buen Dios debemos la invención de los huesos, es al hombre, al modesto mono que bajó de los árboles, a quien debemos las mil maravillas del cuerpo humano. Un buen día, el hombre decidió erguirse sobre sus patas traseras, convirtiendo la columna vertebral, que durante tantísimos años había formado una viga horizontal, en un pilar vertical. Piensen en las rodillas, que dejaron de ser una frágil bisagra para convertirse en uno de nuestros engranajes más recios... Y en las caderas, el elemento que se hizo más poderoso en nuestro sexo más débil, un regalo indispensable para una de las funciones más complejas de nuestro organismo, como es la maternidad... Esas podero­sas bolas femorales que se insertan en la cavidad del coxis... la formidable soldadura del íleon, el isquión y el hueso pu­bis... y piensen en la mano, señores, esa magnífica articulación -el doctor Ferraz, en el colmo del paroxismo, agarró la mano izquierda del cadáver y empezó a torcer nerviosamente los dedos acartonados-: cinco dedos, cuatro juntos y uno opuesto, capaces de moverse en las tres dimensiones, y de hacer sabe Dios cuántos movi­mientos que nuestra pobre mente es incapaz de ordenarle... -se llevó las manos a la cabeza, pero las mantuvo cuidadosa­mente alejadas de la masa de las vendas-. ¡Y qué decir de la calavera, esa elegante caja de hueso cerrada a presión, con los agujeros indispensables en los lugares más adecuados, con esos huesecillos del oído diseñados por el mejor orfebre, esas piezas dentales cada una con su propia estructura, incisivos que parten, colmillos que desgarran, molares que machacan... esa armonía, esa simetría... ¡la calavera, un prodigio que incluso tiene un nombre tan bonito y sensual!
         Después de aquel discurso, el profesor pasó repentinamente a mondar la cara del cadáver, olvidando la caja torácica, que había quedado a medias. Manipulaba con frenesí pieles y cartílagos, haciendo que incluso los alumnos más curtidos apartasen la mirada.
         - Así que es usted uno de esos darwinistas... -adiviné, mencionando al naturalista cuyas ideas peregrinas ya estaban asaltando nuestras aulas y hospitales.
         Al oír mencionar a su gurú, el doctor Ferraz se detuvo una vez más y me miró fijamente. Sabía que con aquellos comentarios me estaba jugando la asignatura, tal vez el curso entero, pero siempre me he considerado una persona valiente, de ideales nobles y bien asentados.
         - El hombre viene del mono, y el mono viene del árbol -se escuchó entonces una voz burlona.
         Enseguida se oyeron unas risas, que fueron acalladas por la expresión feroz del profesor.
         - Miren ustedes, caballeros -empezó a explicar, mirándonos con desafío-; a pesar de lo que puedan decir todos los curas de este mundo, es un axioma de la Ciencia, que cada vez se está demostrando con mayor fuerza, que no sólo el hombre viene del mono, sino que éste a su vez es proveniente de otro mono ante­rior. Y éste, de otro aún más lejano. Y éste, a su vez, de un animal más primitivo. Y éste... Dios sabrá. Todos los animales, incluyendo a los hijos de Adán y Eva, somos descen­dientes de un mismo ser, que se arrastraba por las selvas de este planeta hace cientos, o tal vez miles, o tal vez millones de años.
         La exageración de aquella cifra originó de nuevo algunas risas, que el propio profesor aceptó con una mueca de sus mandíbulas de metal. La tensión que se había creado en el aula fue rota por una carcajada casi unánime, de la que solamente quedamos fuera él y yo.
         - Ya me darán la razón cuando hayan aumentado el número y la categoría de sus lecturas -profetizó, volviendo a la disección de aquella cabeza.
         En aquel momento sonó el timbre que marcaba el final de la clase.


Antonio Marcelo Beltrán, Historias del Peirao



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