El Vendado (fragmento)
A pesar del tiempo transcurrido, no se
me ha olvidado ni un solo detalle de aquella autopsia. Realmente, era una
maravilla ver la práctica médica del doctor Ferraz, la habilidad con la que iba
desmontando una por una las piezas del cuerpo humano. Durante unos segundos
todos los alumnos guardamos un respetuoso silencio, mientras el bisturí iba
liberando los pulmones sin rozar el hueso. Hasta que apartó todos los órganos y
dejó a la vista el esternón...
Llegados a este punto debo explicar,
para atajar los comentarios críticos de mis colegas, que a la hora de hacer
autopsias el doctor Ferraz recurría a un procedimiento completamente opuesto a
los usos de nuestra profesión. En vez de cortar las costillas para dejar
accesible el interior del tórax, él iba retirando desde dentro los músculos,
las vísceras y las partes blandas, dejando intactos el esternón y las
costillas. Era como si estuviera vaciando un molde. Para ser sinceros, he de
añadir de inmediato que, en la mayoría de sus clases, el profesor respetaba el
procedimiento habitual, quebrando los huesos sin miramientos a fin de
enseñarnos a los futuros médicos la manera correcta en que se disecciona un
cadáver. Pero de vez en cuando se permitía una dosis de heterodoxia, como si
algunos esqueletos le mereciesen un interés especial...
- Vamos a analizar con detalle los
engranajes de esta prodigiosa máquina -comentó, acariciando suavemente aquel
esternón que había quedado al descubierto, separando las partes del cuerpo a
medida que las iba nombrando-. Aquí tenemos una prodigiosa caja de huesos, que
guarda a buen recaudo los pulmones, el corazón, todas esas vísceras sin duda
tan útiles. Pero esas vísceras están protegidas por... ¿qué es esto,
caballeros?
- La pleura -se escucharon dos o tres
voces.
- La pleura protege los pulmones del
roce con los huesos, mientras que esta membrana tan resistente de aquí abajo...
- El diafragma -respondí.
- El diafragma separa la cavidad
torácica de la abdominal. Ahora arrojaremos sin reparo toda esta bazofia
blanda, que en la próxima clase ustedes mismos limpiarán y tocarán con sus
propias manos, y les enseñaré la parte más gloriosa del cuerpo humano, que a mi
juicio, y al de muchos doctores eminentes que me han precedido, es, por
supuesto, el esqueleto.
- Yo pensaba que era el alma -le dije,
sin poderme contener.
El doctor Ferraz dejó por un momento la
disección, se irguió y nos fue mirando uno por uno. Intuí a mis espaldas las
miradas retadoras de muchos de mis compañeros, dispuestos a acudir sin dilación
ante el mismísmo Rector si aquel hombre se atrevía a blasfemar. Por fin sus
ojos bizcos, deformados por el grosor de aquellas lentes que acentuaban su
fealdad, se clavaron en mí. Aguanté su mirada, asqueado por el hálito podrido
que emanaban sus vendas sucias. Sus labios de color morado se separaron,
dejando ver sus dientes de oro. Finalmente profirió una sonrisilla peculiar,
burlona y gutural, que parecía masticada por sus quijadas metálicas.
- En ninguna de mis autopsias me he
encontrado con el alma -se detuvo; la tensión en aquella habitación aumentó
hasta extremos intolerables. Hasta que al final confesó lo que todos estábamos
esperando-: aunque el alma humana existe, no me cabe ninguna duda.
A mis espaldas se escuchó perfectamente
el suspiro de alivio de mis compañeros. Yo mismo me relajé mientras él seguía
hablando:
- Pero no hemos venido aquí para hablar
de Religión, ni para cuestionar las verdades que dice la Iglesia, sino para que
ustedes puedan aprender el funcionamiento de esta prodigiosa máquina... Porque
si al buen Dios debemos la invención de los huesos, es al hombre, al modesto
mono que bajó de los árboles, a quien debemos las mil maravillas del cuerpo
humano. Un buen día, el hombre decidió erguirse sobre sus patas traseras,
convirtiendo la columna vertebral, que durante tantísimos años había formado
una viga horizontal, en un pilar vertical. Piensen en las rodillas, que dejaron
de ser una frágil bisagra para convertirse en uno de nuestros engranajes más
recios... Y en las caderas, el elemento que se hizo más poderoso en nuestro
sexo más débil, un regalo indispensable para una de las funciones más complejas
de nuestro organismo, como es la maternidad... Esas poderosas bolas femorales
que se insertan en la cavidad del coxis... la formidable soldadura del íleon,
el isquión y el hueso pubis... y piensen en la mano, señores, esa magnífica
articulación -el doctor Ferraz, en el colmo del paroxismo, agarró la mano
izquierda del cadáver y empezó a torcer nerviosamente los dedos acartonados-:
cinco dedos, cuatro juntos y uno opuesto, capaces de moverse en las tres
dimensiones, y de hacer sabe Dios cuántos movimientos que nuestra pobre mente
es incapaz de ordenarle... -se llevó las manos a la cabeza, pero las mantuvo
cuidadosamente alejadas de la masa de las vendas-. ¡Y qué decir de la
calavera, esa elegante caja de hueso cerrada a presión, con los agujeros
indispensables en los lugares más adecuados, con esos huesecillos del oído
diseñados por el mejor orfebre, esas piezas dentales cada una con su propia
estructura, incisivos que parten, colmillos que desgarran, molares que
machacan... esa armonía, esa simetría... ¡la calavera, un prodigio que incluso
tiene un nombre tan bonito y sensual!
Después de aquel discurso, el profesor
pasó repentinamente a mondar la cara del cadáver, olvidando la caja torácica,
que había quedado a medias. Manipulaba con frenesí pieles y cartílagos,
haciendo que incluso los alumnos más curtidos apartasen la mirada.
- Así que es usted uno de esos
darwinistas... -adiviné, mencionando al naturalista cuyas ideas peregrinas ya
estaban asaltando nuestras aulas y hospitales.
Al oír mencionar a su gurú, el doctor
Ferraz se detuvo una vez más y me miró fijamente. Sabía que con aquellos
comentarios me estaba jugando la asignatura, tal vez el curso entero, pero
siempre me he considerado una persona valiente, de ideales nobles y bien
asentados.
- El hombre viene del mono, y el mono
viene del árbol -se escuchó entonces una voz burlona.
Enseguida se oyeron unas risas, que
fueron acalladas por la expresión feroz del profesor.
- Miren ustedes, caballeros -empezó a
explicar, mirándonos con desafío-; a pesar de lo que puedan decir todos los
curas de este mundo, es un axioma de la Ciencia, que cada vez se está
demostrando con mayor fuerza, que no sólo el hombre viene del mono, sino que
éste a su vez es proveniente de otro mono anterior. Y éste, de otro aún más
lejano. Y éste, a su vez, de un animal más primitivo. Y éste... Dios sabrá.
Todos los animales, incluyendo a los hijos de Adán y Eva, somos descendientes
de un mismo ser, que se arrastraba por las selvas de este planeta hace cientos,
o tal vez miles, o tal vez millones de años.
La exageración de aquella cifra originó
de nuevo algunas risas, que el propio profesor aceptó con una mueca de sus
mandíbulas de metal. La tensión que se había creado en el aula fue rota por una
carcajada casi unánime, de la que solamente quedamos fuera él y yo.
- Ya me darán la razón cuando hayan
aumentado el número y la categoría de sus lecturas -profetizó, volviendo a la
disección de aquella cabeza.
En
aquel momento sonó el timbre que marcaba el final de la clase.
Antonio Marcelo Beltrán, Historias del Peirao
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